miércoles, 2 de octubre de 2013

Según yo



Según las estadísticas, una de cada tres personas tiene miedo a volar. Según yo, todo el mundo lo tiene. No hay más que ver las caras de los pasajeros en la puerta de embarque, son un poema. Lo más gracioso está dentro del avión, cuando todos hacen como que están dormidos (ya ves tú, en un viaje de dos horas a media mañana). Nadie habla, nadie hace nada más allá de hojear tímidamente el folleto turístico (antes de dormirse). Pero, cómo no vas a tener miedo si eso de que te levanten del suelo es antinatural, las personas no somos pájaros. Luego están las azafatas tan repeinadas, que en lugar de pedirte el billete, te cuentan (coreografía incluida) como te tienes que colocar en caso de emergencia (tragas saliva) el chaleco salvavidas que está debajo de tu asiento (tanteas para ver si está el tuyo y te visualizas ahogándote en mitad del océano) y cómo tienes que tirar con fuerza de la mascarilla de oxígeno que caerá por encima de tu cabeza en caso de despresurización de la cabina (ahora te viene a la mente la película Vuelo 93, aeropuerto 77 o en el mejor de los casos Aterriza como puedas y entonces decides reírte por no llorar porque, si te empiezas a imaginar como se abre un agujero en el fuselaje del avión y todo sale volando y etc., etc.). A estas alturas ya estás cagado y, todo esto, antes de despegar. Otra cosa que convierte el viaje en avión en algo terrorífico es que el comandante hable por megafonía, te dé los buenos días y hasta te diga su nombre. Nunca he subido a un tren donde el maquinista te diga su nombre. Dentro de un avión todo acojona: las ventanillas tan pequeñas por las que no se ve nada (si acaso algunas nubes difuminadas que te recuerdan que estás dentro de una especie de caja de muertos a once mil metros sobre el suelo), el enervante sonido de un ding (señal de aviso de "algo" pero que tú no sabes lo que es) que se escucha cada dos por tres mientras se enciende una luz roja encima de la extraña cortina que separa a los pasajeros de la tripulación y tras la cual las azafatas se esconden para hablar de las fuertes turbulencias que en cualquier momento harán que el avión entre en barrena, el penetrante ruido de los motores que traspasa las paredes y que inconscientemente analizas mientras rezas todo lo rezable para que no se deje de escuchar, los asientos, que en vez de dobles son triples, los diez kilos de la maleta que no pueden ser once que tienen que ser diez, el pasillo tan estrecho que  casi te obliga a ir al mini-baño de lado mirando las caras de los que se hacen los dormidos, el aterrizaje... Según las estadísticas, las probabilidades de morir en un accidente aéreo son de una entre cuatro millones. Según yo, te mueres seguro.

domingo, 20 de enero de 2013

Parece ser


Si Motzart hubiese nacido en el año 2012, ¿habría escrito 41 sinfonías?. Y si Da Vinci naciera mañana, ¿llegaría a ser el mayor genio de la historia de la humanidad?. No, Amadeus, en vez de piano tendría un iPhone 5 y andaría perdiendo el tiempo entre WhatsApp y WhatsApp y Leonardo, con su tablet, subiría fotos de su novia a Instagram. Del mismo modo, si cualquiera de nosotros hubiéramos nacido en el siglo XV o XVIII, tal vez habríamos sido inventores o compositores. Los divertimentos electrónicos nos ocupan tanto tiempo que merman nuestra capacidad de pensar, decidir y sobre todo, crear. Cada día somos más torpes y más vagos, hablamos menos entre nosotros y estamos más cerca de convertirnos en robots. Parece ser que ésto es lo que todo el mundo quiere, qué le vamos a hacer.